lunes, octubre 06, 2008

¿Cómo la reconocen? ¿Qué cara tiene la locura?

A finales de Julio se cumplieron veinticinco años en que, deshidratados y en la inanición, fueron encontrados los locos de Alcalá, a esas personas las hallaron los automovilistas que recorrían la carretera Delicias-Chihuahua o que iban hacia San Diego de Alcalá; días antes habían sido abandonados a su suerte en el desierto por un patrullero del municipio de Chihuahua.
Estos hechos fueron los que dieron pie a Alfredo Espinosa para construir su novela, aunque en su texto prefirió trocar nuestra orgullosa capital que esperaba la llegada del Presidente de la República, por un pueblo, más abarcable y, quizá, más verosímil en su monstruosidad que la ciudad.
En la realidad, en la Chihuahua de 1983, sólo fueron responsabilizados dos funcionarios, el patrullero y su superior, y lo único que se les hizo fue separarlos de su cargo. Las personas que abandonaron en el desierto de Alcalá habían sido recogidas de las calles del centro, eran los indeseables, aquellos que las buenas gentes, los justos, no deben de ver.
Este es el trasfondo con el cual Espinosa construye su novela; ¿Por qué la decisión de limpiar las calles de locos? Cuestiona a lo largo Infierno Grande. ¿Qué hay detrás de esta decisión? Por un lado intenta comprender lo que ocurrió hace ya veinticinco años, durante la administración municipal de Francisco Cota Martínez; y por otra parte, profundizar en el alma humana y saber qué es lo que nos lleva a actuar de esa forma, a segregar, perseguir y a aniquilar a nuestros congéneres.
Así Alfredo Espinosa crea un pueblo desolado, un lugar donde el acto atroz que se cometió en Chihuahua hace 25 pudiese ser, si no menos terrible, al menos más verosímil. Albores se va perfilando poco a poco en la insolación continua a la que esta expuesto, un pueblo que de poco en poco se torna un espejismo, como le dijo el padre Krauss a Encarnación cuando llegó a él: “Esto no es un pueblo […] es un espejismo[…]”[1]; mientras ella, a su vez le hablaba sobre su génesis: ““ Hace muchos años, padre, lo parió el delirio de un gambusino insolado llamado Primitivo Esquerra; desde entonces los ríos comenzaron su éxodo, las parvadas de pájaros cantores huyeron y las venas subterráneas de la vida le fueron sacando la vuelta a Albores porque sus tierras estaban manchadas de pecado que no se limpia con agua alguna sino que todos los días deben de someterse a las lumbres inclementes del sol””[…][2].
Albores, mientras se avanza en la lectura de Infierno Grande, se nos va poblando de fantasmas, vamos descubriendo que sus habitantes están al borde de la existencia, a punto de pasar a ser sombras, no más que los fantasmas penitentes. Así lo piensa Segovita, el heredero del antiguo gobernante del pueblo, en la insolación de las tres de la tarde: “andan muchas almas resucitadas en estos cerros y llanos; gentes como uno que andan buscando una razón para ser real”.[3] Puesto que las gentes, los habitantes de este poblado en medio del desierto se extravían en la contemplación de sus almas, es el mismo personaje quien cavilando nos dice: “En el desierto no hay donde entretener la mirada; uno se extravía hasta que no hay más remedio que volver los ojos hacia uno mismo, hacia la tiniebla, los caminos retorcidos de uno mismo”[4]. En estas incursiones hacia dentro de ellos mismos los alborenses se van perdiendo.
Albores es un camino sin retorno hacia la podredumbre. Los personajes de Espinosa se pierden y sus espíritus se les pudren, tanto por sus demonios como por el ambiente de desamparo y desolación en que viven, en esos mares de la desdicha donde Primitivo Esquerra amarró su nomadía.
De ahí que Luz Segovia, la tía de Segovita, la madre estéril y castrante diga: “Es Albores, […] la sangre se le pudre a una en las venas. A pesar de que corre parece que se estanca; nos mancha y nos pudre.”[5]
La podredumbre de sus habitantes es la condición que Espinosa considera necesaria para que en un lugar se pueda llevar a cabo la atrocidad cometida en contra de los locos de Alcalá. Es en esta mirada dirigida a la podredumbre donde radica la ácida y profunda crítica que Alfredo articula a lo largo de la novela. El autor va enrareciendo al pueblo y a sus habitantes, para mostrarnos en el sopor de las tres de la tarde la conflagración de los demonios, momento en que los cuerpos inmóviles dejan que los vericuetos de sus almas se muestren y de ellas salgan los demonios. A quienes “La imaginación del hombre los ha creado y los cría en su corazón sin darse cuenta”[6]. Para Espinosa estos demonios son los mismos que producen, por un lado, la locura, y por el otro, el afán de combatirla y aniquilarla.
En este punto el psiquiatra comulga con Foucault. El poder designa qué es la locura y quiénes la padecen. No por nada los cuestionamientos que los “locos” se hicieron cuando fueron conducidos al desierto: “¿Cómo la reconocen? ¿Qué cara tiene la locura? [… ] ¿De qué color es la locura?”[7]. Nadie más que las personas que ostentan el poder son los que pueden designar quienes son locos y han de ser limpiados de las calles de Albores, por ello Gertrudis Jáuregui decide que María de la O, amante de su hijo, sea conducida entre los locos.
También como testigo de ello esta la metamorfosis que el padre Irigoyen realiza sobre el profeta a quien convierte en el sanforizado sólo con estas palabras: “No hagan caso de falsos profetas. Yo conozco a ese predicador: es un loco. […] A ese hombre Dios lo castigó. Lo volvió loco por ser protestante.”[8] La locura es el castigo por el pecado, por las equivocaciones.
Los locos son la encarnación de los pecados del pueblo y de su propia locura. La Santa perdió a su esposo en manos de los hombres del pueblo, apenas un día después de la boda; asesinato sin más autor que el pueblo, hecho que anticipaba lo que se haría con los locos.
La locura, íntimamente vinculada con los desposeídos y los indeseados de la sociedad, en el trato que le da Espinosa en su novela recuerda la miseria que padecen los personajes de José Donoso, autor que hace de los desposeídos el eje central de su obra. Del mismo modo en que Donoso toma al miserable, Espinosa toma al loco; mientras que el chileno crea el Lugar sin límites el chihuahuense crea el Infierno Grande, ambos escenarios alegóricos donde se debate el alma humana, salvo que en el lugar sin límites Dios, el personaje omnipotente que es Don Alejo aún vive y en Infierno Grande, el personaje que encarna el poder, el Dios Padre, Segovia Grande, ha muerto.
En Albores los herederos del poder, de Segovia Grande, del Dios padre, son quienes deciden desterrar a los locos, no pueden atenerse a sus jugarretas. Toman en sus manos el papel de los justos, juzgan y condenan. Pero para los habitantes de Albores, para Alfredo Espinosa, aún los más justos de los justos, los Santos están poblados de demonios: “Los Santos están llenos de demonios […] ¿O son ellos los demonios?”[9] Nos dice el autor en voz de Altagracia, quien después de este episodio de fiebre se convierte ella a su vez en una Santa, no sin antes cuestionar la bondad sacra: “¿Son malos los santos […]? ¿Por qué se ríen de mí? Me hacen señas feas, les brillan los ojos, me dicen cosas horribles. Mira a Jesucristo, ahí, el de la cruz, me está enseñando su verga.”[10].
Pero, ¿cuáles son las diferencias entre ese infiero, esa alegoría que es la novela y nuestro mundo real, nuestro Chihuahua? El lector encontrará inquietantes y profundas similitudes. No estamos ante un libro halagüeño sino ante una necesaria, urgente, denuncia de los paradigmas, de los constructos y los prejuicios que acaban por enrarecer la sociedad. Un libro que sigue siendo vigente aún en esta nueva edición, después de 20 años de haber sido escrito. Aun en una sociedad aparentemente urbana y moderna. Tal es el poder de la literatura que puede golpearnos donde lo necesitamos y poner frente a nuestros ojos las heridas que la vida cotidiana y el poder público nos han ocultado, a veces de manera criminal. Vivimos en una sociedad enferma, herida de muchas maneras, en la cual es difícil distinguir las verdaderas magnitudes de la locura. ¿Quién es el loco? ¿Quién es el fantasma? ¿Qué es lo real cuando la realidad ha llegado a ser controlada por los poderosos a tal grado que un crimen como el que motivó la escritura de este libro puede ser borrado de la memoria colectiva?
De nuevo corresponde a los escritores y al arte convertirse en la consciencia de la sociedad. De nuevo es imperativo estimular el sentimiento crítico y vigilar a ese infierno que puede desatarse al amparo de la inconsciencia pública y el olvido. Ese es uno de los grandes méritos que hacen a esta novela una pieza imprescindible en nuestra literatura.
Alfredo Espinosa deconstruye en la locura de sus personajes los símbolos de poder, los mismos símbolos que los conducen hacia el desierto; para ofrecernos, por medio de una prosa lírica y fluida una obra con una fuerte crítica a los sistemas de poder en los que vivimos, los mismos que en el verano de 1983 abandonaron a su suerte a un grupo de personas en el desierto, porque el Presidente de la República iba a visitar la ciudad.
[1] Infierno Grande, Espinosa Alfredo, reimpresión 2008 (1991), pg. 53
[2] Ib.

[3] Infierno Grande, Espinosa Alfredo, reimpresión 2008 (1991), pg. 30
[4] Ib.
[5] Ib. pg. 71
[6] Ib. pg. 51
[7] Ib. pg. 78
[8] Ib. pg. 94
[9] Ib. pg. 91
[10] Ib.

martes, mayo 06, 2008

El centro de un círculo imaginario de Atahualpa Espinosa

Desde nuestra infancia el círculo nos atrae con su redonda perfección. ¿Cuántos de nosotros no pasábamos horas haciendo círculos en nuestros en las paredes o en cuanta superficie encontrásemos? Y es que la forma redonda nos remite a lo sagrado: el sol, la luna, el vientre materno, los huevos, los frutos, los senos, los órganos sexuales, todos nos remiten a la forma circular.
El círculo es la manifestación de la divinidad, de la perfección, de ahí la obsesión griega por alcanzar la cuadratura del círculo, encontrar la ecuación que les permitiera hacer de esta figura cualquier otra, en especial el cuadrado, y por ende el descubrimiento del número Pi. Pero los griegos no han sido el único pueblo que quedo atrapado en la circunferencia, ahí están los habitantes del México Antiguo, desde el istmo de Panamá hasta los indios pueblo veían en el círculo una representación divina, de ahí que la rueda no se haya usado en estas tierras como modo de transporte, no es que no la hayan descubierto, lo que sucede es que era sagrada, todo círculo en el México Antiguo era sagrado; el sol el más de todos.
Pero el círculo es más que la perfección, lo sagrado y sus trescientos grados. Atahualpa Espinosa no lo demuestra con su cuentario El centro del círculo imaginario, primero que nada porque lo imagina, crea una nueva circunferencia. No es, ya, las dos luminarias que nos marcan el paso de los días y de los meses, tampoco el huevo de la fertilidad, ni las formas redondeadas, no es, en fin, el aro que observamos desde fuera, esté es, en los cuentos de Espinosa, un círculo interior, lleno de nosotros mismos, inundado de imaginación. Porque no debemos de perder de vista que es en la imaginación donde se va dibujando, se va trazando el círculo que nos bordeara para nosotros, el espectador, el lector seamos el centro, somos el punto de radiación a partir del cual la circunferencia va creciendo.
Atahualpa Espinosa juega en sus cuentos con la simulación, para irnos envolviendo a través de ellos en su círculo, pero el círculo con que nos va envolviendo no sólo nos envuelve a nosotros, también él queda en el centro. Así, nosotros los lectores y él, el autor, viajamos a lo largo de sus cuentos pero manteniéndonos en el mismo punto, en nuestras propias referencias, como el trono del rey-narrador de La flor y el lagarto:
“El trono se halla siempre en el mismo punto, en el centro de mi reino. Es el espacio que lo rodea lo que se mueve y se dobla para que yo caiga, como una gota de agua por un embudo, hasta él”[1]
Espinosa sabe que regresaremos a nuestras vidas una vez que lo hayamos leído, al trono, al centro del círculo imaginario. El centro, el punto del que parte todo es el yo, el ego, la individualidad, a partir de donde nosotros, el yo, conoce el mundo. Pero el yo no existe, no puede existir sin el resto, sin los otros, la sociedad, porque, como dice Paz en su Piedra de Sol:
“-¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?, ¿cuando somos de veras lo que somos?, bien mirado no somos, nunca somos a solas sino vértigo y vacío, […]nunca la vida es nuestra, es de los otros, la vida no es de nadie, todos somos la vida ?[…]”[2]
Los otros, a partir de quienes nosotros somos son el círculo imaginario, el mismo mundo todo aquello que existe fuera de nosotros es ese círculo que nos rodea y del que no podemos, nunca, alcanzar al borde, que tampoco podemos poseer:
“los postes de la luz, los cables, las calles y los edificios son algo que existe porque tanta gente confía ciegamente que así sea. La gente sueña que todo lo que fabrica es real y les pertenece […]”[3]
Y aún más, Espinosa considera que “las cosas soñadas sólo se pertenecen a sí mismas”, pero esas cosas soñadas son los objetos materiales por los que la gente se esfuerza en adquirir, de los que salen comerciales en la televisión y por los que se ofrecen ofertas. Porque a lo largo de su cuentario uno se da cuenta que él considera, como Bertrand Russell que lo que poseemos verdaderamente son nuestras creaciones, el conocimiento que adquirimos, lo que creamos. Sus personajes no poseen nada, ni el joven aficionado a los videos caseros que habita un departamento de alguna ciudad futura, ni el obrero que lo único que tiene es ver por la ventana:
“La veo, hasta olvidar todo lo demás […], porque la sensación reconfortante que da la falta de utilidad, un significado específico en toda esa tierra, ese cielo a medio nublar y el aire amplio que llena todo el espacio que mi vista abarca, no puedo experimentarla en ningún otro lugar de la inmensa construcción en la que estamos confinados. […] Son mis vacaciones, casi podría decirse.”[4]
Este joven podría pasar horas embebido en su contemplación:
“Podría olvidar el paso del tiempo en la contemplación de la vista. Tal vez sólo reaccionaría ante la llegada de la noche, si no fuera por ese timbre chillante”[5].
Del mismo modo que el protagonista de Intimatonics, Inc, a quien no le queda más que su café, nos dice:
“Mañana vendrán de nuevo unos enviados de la Comisión para desalojarme y ubicarme temporalmente en un asilo público. Por suerte, me informaron, no me serán incautadas todas mis propiedades. Aunque ya no me dolería tanto perder cualquiera de las que me quedan, siempre y cuando no sea la cafetera.”[6]
Y el mundo que rodea a estos personajes, solos, casi sin pertenencias, es quien los amenaza. Así el protagonista de Interior/Exterior contempla a sus compañeros en el autobús en una con una emoción muy cercana a la náusea que siente Antoine Roquetin, en la novela de Jean-Paul Sartre:
Pero él no es el único acosado por el mundo, ahí tenemos a Rot y su temor casi genético a la presencia humana, como cuando después de despertar en un campo abierto durante el día un hombre joven lo ha visto:
“Le invadió un terror que nunca antes había sentido. Hubiera querido correr en la dirección contraria y refugiarse, pero habría sido una decisión suicida dejar que escapara. Él era consciente, por virtud de ese conocimiento que parece enraizado en la misma carne […] que cualquier humano que lo viera siempre regresaría por él cuanto fuera capaz de hacerlo.”[7]
Además las corporaciones se convierten también en una fuerza opresora sobre los personajes de Espinosa, así el obrero de Al otro lado de la ventana quien vive confinado de por vida en la ciudad empresa:
“Con la práctica que dan los muchos días de realizar la misma actividad, no es tan difícil hacerse a la idea de pasar las siguientes horas acomodando esas péquelas láminas metálicas en los compartimientos de una estructura, de la cual desconozco su utilidad, […] hasta que suena la alarma de salida y soy conducido, junto con el resto de los trabajadores de mi división, hasta los dormitorios”[8]
El mismo personaje que más adelante nos dice:
“trato de decidir si deseo emplear mi bono acumulado del ms en raciones extras de comida o en productos de la Compañía”.[9]
Pero al mismo tiempo, en El centro del círculo imaginario se nos plantea un respiro, un modo de salvarnos de este mundo, de ese círculo, el que si no podemos cambiar, Atahualpa Espinosa nos propone que creemos un nuevo círculo del que nosotros somos su centro, su radiante, y el que sea nuestro, solo nuestro, imaginario.
[1] El Centro de un círculo imaginario, Espinosa, Atahualpa, 2007, Fondo Editorial Tierra Adentro, pg. 44-45
[2] http://amediavoz.com/paz.htm#PIEDRA%20DE%20SOL, Piedra de Sol, Paz, Octavio
[3] El Centro de un círculo imaginario, Espinosa, Atahualpa, 2007, Fondo Editorial Tierra Adentro, pg. 21
[4] Ib. pg. 78
[5] Ib. pg. 79
[6] Centro de un círculo imaginario, Espinosa, Atahualpa, 2007, Fondo Editorial Tierra Adentro, pg. 43
[7] Ib. pg. 63-64
[8] Ib. pg. 79
[9] Ib. pg. 80

miércoles, abril 09, 2008

En busca de la lectura perdida...

Nuestras lecturas quedan en nosotros, no sólo en relación a su contenido, sino vinculadas a nuestra experiencia, la vida que en el momento de la lectura estuviésemos llevando; así las jornadas matutinas en que Marcel salía en busca del saludo de la duquesa de Guermantes están, para mí, ligados a un viaje en autobús a la casa paterna en una tarde de vísperas de la primavera; o el encuentro de Dorotea, la princesa Micomicona, con Don Quijote se dio una tarde lluviosa, también en un autobús (mientras le arreglaban una llanta) de regreso de las clases.

Cuando releemos, el encuentro se da, no sólo con una nueva obra, nuestra relectura, también se presenta, por un lado, la primera o anteriores lecturas y las conclusiones posteriores que de ellas sacamos; y, por otra parte, nuestra experiencia, nuestro vínculo con esa obra, que es parte de nosotros, puesto que se encuentra en nuestra memoria, donde descansa al lado de nuestros de esa época, los sinsabores, las alegrías y todo el conjunto de recuerdos del tiempo en que hicimos la lectura.
También la lectura esta marcada por los pensamientos, relacionados o no con la obra, que cruzaban por nosotros al realizarla; además de los factores externos, como la música de la radio encendida en el cuarto contiguo, o un rayo de sol sobre la mesa en que leemos, o el maullar del gato que brinca sobre nuestras piernas, o el olor a tierra del enjarre de la casa de los abuelos donde se pasaron unas vacaciones y que para llenar las tardes se leía, o el sabor del guiso que está sobre la estufa y se atraviesa entre un párrafo y otro a fuerza de hambre.

lunes, febrero 25, 2008

El Arte como trascendencia a la muerte

El ser humano se encuentra arrojado al mundo, no se posee más que a él mismo, encerrado por siempre en él, sin la oportunidad de una verdadera comunión con el Otro, enfrentado a la nada de su muerte, como paradigma de su propia existencia, a la muerte se dirige solo.
Ante esta perspectiva, ante todo desalentadora, el hombre ha buscado escapar de su finitud, el Arte es la forma en que el ser humano busca salvarse de la muerte, la manera en que ha intentado encontrarse con el otro, consigo mismo. Y es que esta necesidad viene insertada en nuestros genes, queremos ante todo perpetuarnos, por lo tanto, como animales políticos, culturales, también en la cultura queremos dejar una progenie. Así nos encontramos en la disyuntiva, nuestra existencia finita y nuestra necesidad de crear una descendencia nuestra, aunque no sea genética.
Para el hombre la única salvación que puede encontrar a su propia muerte, a su ya no ser en el mundo; la única manera en que puede sobrevivir, trascender a su propia existencia es el arte; la religión y la filosofía son sinónimos del arte como justificación al trascender, al vivir más allá de la propia vida. Mientras que en la religión se encuentra este fin mediante la subordinación del Ser Humano, de su inteligencia, voluntad e imaginación, ante la fe al ser superior, la divinidad, el individuo no es más que una creación que regresará a su creador tras la muerte. La filosofía se sirve de la inteligencia para formar un discurso que plante un entendimiento del mundo, una explicación, sólo una explicación. El Arte, crea, son sus obras las que ofrecen a la Humanidad una conexión entre ellos, una trascendencia, objetos carentes de utilidad, más que para sí mismos y que ofrecen al ser humano una posibilidad de significación, de sentido. El Arte es por y para el arte, se alimenta de sí mismo, en tanto que el mundo real, le sirve sólo de pretexto.

El hombre está solo. Marcel Proust lo plantea así: “Los vínculos entre un ser y nosotros no existen sino en nuestro pensamiento. La memoria, al debilitarse, los despega, y pese a la ilusión con que quisiéramos engañarnos, […] existimos solos. El hombre es el ser que no puede salir de si mismo, que únicamente en sí mismo conoce a los demás, y, diciendo lo contrario, miente.”[1]. Si Proust nos deja en la soledad de nuestra existencia, Albert Camus nos deja incomunicados con los demás, incapaces de encontrarnos con ellos, con los “Otros”: “ […] la posesión total de un ser, la comunión absoluta durante el tiempo de una vida, es una imposible exigencia.”[2] Así, el Ser Humano es una isla, a la que le es imposible encontrarse con otra, comunicarse, llegar a la comunión con el otro. Pero de este modo es como el Arte entra en acción, es el espacio donde la humanidad tiene la posibilidad de comulgar consigo misma, de que sus partes, los individuos, trasciendan su individualidad, para encontrarse con el otro, ser el otro.
Porque el Arte es la manera en que profundizamos en nuestras almas; el autor y el lector de la obra deben sumergirse en sus espíritus para formarla, porque, como dice Octavio Paz en su “el Arco y la Lira”, “la participación [del lector] implica una recreación […]”[3], pues – y seguimos a Paz en este punto – “El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos”[4], entendiendo al poema como la obra de arte.
El premio nobel mexicano plantea que la creación es el proceso mediante el que revelamos las palabras justas desde el fondo de nuestro ser. “La creación consiste en sacar a la luz ciertas palabras inseparables de nuestro ser. Éstas y no otras. El poema está hecho de palabras necesarias e insustituibles. […] Cada palabra del poema es única.”[5] Aquí lo que dice para la poesía se puede entender fácilmente como arte, y las palabras se pueden intercambiar por notas, colores, formas. Así también podemos tomar las palabras de Proust sobre este punto: “el campo que se abre al pianista no es un mezquino teclado de siete notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo, donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido descubiertas algunos millones de teclas de ternura, de coraje, de pasión, de serenidad que la componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, despertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos cuenta, en esa noche enorme, impenetrable y descorazonada de nuestra alma, que consideramos el vacío y la nada. ”[6] Y continúa el escritor parisién, para plantearnos, ahora sí, el logro del arte su inmortalidad, su trascendencia de nuestra propia vida y el encuentro de ella en la obra, nosotros trascendemos con las obras de arte que leemos […] Quizá los perdamos, quizá se borren, si es que volvemos a la nada; pero mientras vivamos no nos queda otro remedio que darlos por conocidos, como no nos queda otro remedio con los objetos materiales, y que no podemos, por ejemplo, dudar de la lámpara encendida ante los objetos metamorfoseados de nuestro cuarto, de los que pone en fuga hasta el recuerdo de la oscuridad […] Pereceremos, pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.”[7] El mundo se reconfigura, se metamorfosea con el Arte, extiende las formas de sus sombras hasta el infinito, es la lámpara de la que habla Proust, la lámpara que nos hará la muerte “menos amarga”, “menos probable”.

[1] Albertine Desaparecida, En busca del Tiempo Perdido 6, Marcel Proust, Compactos Anagrama, traducción de Javier Albiñana, pg. 63
[2] El Hombre Rebelde, Obras completas, Albert Camus, Colección Premio Nobel Aguilar. Pg 828
[3] El Arco y la Lira, Octavio Paz, Fondo de Cultura Económica. Pg. 43
[4] Ib. Paz, pg. 41
[5] Ib. Paz. Pg. 45
[6] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 412
[7] Ib. Proust 412

martes, enero 29, 2008

Por el camino de Swann o por qué Proust encarna a uno de los padres de la novelística del siglo XX

Si no se encuentra satisfacción alguna en releer un libro una y otra vez,
¿á qué leerlo ninguna?”
Oscar Wilde, La decadencia de la Mentira.

En busca del tiempo perdido es, valga la aseveración, la gran obra del siglo veinte. Puede observarse esto en las palabras John Shade, el poeta nos dice en su poema Pálido Fuego:
¿Por qué
despreciar un más allá que no podemos verificar:
[...] las conversaciones
con Sócrates y Proust en avenidas de cipreses,
[...].
Nos encontramos en este poema que el más allá, el paraíso son platicas con Prost; y he ahí una de las razones por la que se puede considerar a Proust el maestro de la novela del siglo XX, su sola presencia en un lugar bastaría para que este se tornase en el paraíso, según el poeta ficticio.
Así, no es casual que Vladimir Nabokov(1899-1977) considere, por intermediación de su poeta ficticio John Shade, en su poema Pale Fire, que el paraíso sean charlas con Sócrates y Proust. Marcel Proust (1872-1922) marca toda la literatura posterior a él. El premio novel de literatura, Albert Camus(1913-1960), dice, en su ensayo el Hombre Rebelde, que la maestría de su compatriota estribo en su capacidad para crear un mundo cerrado que escapaba de la muerte. Porque como bien consideró Camus, el mundo cerrado de las novelas proustinas, son la inmersión en el alma humana.

La Novela del siglo XX cae bajo las esferas de influencia de dos obras, las que la definirán; por un lado, James Joyce (1982-1942) con su Ulises, y por otro, En busca del tiempo perdido, de Proust. Esto, porque la primera hace alarde de la experimentación, da rienda suelta fluir del pensamiento, es la literatura de los discursos internos, mientras que en la segunda –en las segundas, porque como La comedia humana de Balzac, En busca del tiempo perdido es una novela constituida por otras novelas–, es la interiorización, el tratar de captar el recuerdo, la memoria, pero a través del mundo, es en el mundo donde el narrador encuentra los detonantes de la memoria, aquellos que lo trasladan a otro tiempo, son los que guían a la novela, a través de ellos conocemos, tanto al narrador y sus emociones, como al pasado y los otros personajes: “Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocultase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes que nos llegue la muerte…”[1].
Es a partir de la llamada memoria sensible que Proust nos traslada por su mundo, por sus memorias. Por el camino de Swann es el primer volumen de los que constituyen la obra capital del parisién, e inicia con el narrador-autor meditando en su cama, a partir de estas meditaciones el lector es transportado a la infancia de Marcel, a los cuartos en que dormía en aquel tiempo, al pueblo de sus abuelos, donde pasaba sus vacaciones, donde, desde la habitación de su tía abuela veía los campanarios de la catedral gótica del pueblo, de Combray. Pero la anécdota no es la esencia en la novela proustiana, sino que va más allá, son los recovecos de la memoria en donde se pierde la anécdota, donde el simple olor de una flor ya marchita, el encuentro con aquel objeto material, nos llevará a encontrarnos con aquella amada que se ha olvidado o con aquel amigo que ya no se trata.
Para llegar a entender esta obra que profundiza en el alma humana, en la que es “el hombre, a quien él [Proust] se había puesto a investigar…”[2], debemos conocer la vida del escritor. Marcel Proust nació en la casa de sus padres en París. Tuvo una infancia encerrado debido a una fuerte asma que lo acompañó toda la vida. Llegó a relacionarse tanto con la aristocracia parisina, como con algunos de sus intelectuales e hijos de estos, fue amigo del hijo del músico Bizet. Su primera obra Los placeres y los días lo publicó en 1896, antes había intentado escribir una novela que nunca terminó, y donde se prefiguran muchos de los personajes que aparecerán en En busca del tiempo perdido. Oculto su orientación sexual, de donde se puede observar en su obra los personajes homosexuales, de hecho son varios de sus amantes los que formaran a la amante del narrador-autor Albertine. Quizá la razón por la que su propio personajes es de los pocos en la novela que no llega al anacnolisis homosexual, como muchos de los amigos de éste, se encuentre en el destino trágico que sufrió Wilde, a quien conoció y de quien fue amigo.
A través de episodios de su propia vida y de personas reales a las que ficcionaliso, Proust nos va sumergiendo en esa exploración del alma, del espíritu. Donde él se llega a burlar de su función como novelista, de investigador: “el marqués preguntaba: “¿Qué hace usted por aquí amigo mío?” A un novelista que acababa de calarse el monóculo, su único órgano de investigación psicológica y de impecable análisis, que respondió con aire importante y misterioso, arrastrando la r, “estoy observando”…”[3]. Pero donde no olvida la importancia del Arte, al que considera el único factor capaz de ofrecer un significado al mundo, al que se une la memoria sensible en esos encuentros con el objeto material. Por ejemplo las notas de una canción de Vintuel lo llevan a decirnos: “el campo que se abre al pianista no es un mezquino teclado de siete notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo, donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido descubiertas algunos millones de teclas de ternura, de coraje, de pasión, de serenidad que la componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, despertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos cuenta, en esa noche enorme, impenetrable y descorazonada de nuestra alma, que consideramos el vacío y la nada”[4]. Esa misma noche donde él se internó, para ofrecernos, como un nuevo Prometeo, la luz de su obra, la que se interna en el Alma, no sólo suya, sino en la de la humanidad toda, donde triunfa sobre la muerte, como bien lo dijo Camus: “En cuanto a Proust, su esfuerzo ha sido el de crear a partir de la realidad, contemplada obstinadamente, un mundo cerrado, insustituible, que no perteneciese más que sólo a él y que indicase la victoria sobre la huida de las cosas y sobre la muerte...”[5]. Ese mundo donde la realidad no alcanza, porque no es suficiente para mostrarnos todo lo que Proust nos muestra, porque los lugares no son los mismo que fueron entonces, como él mismo nos dice al final de Por el camino de Swann: “Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo donde los situamos para mayor facilidad. Y no eran más que una delgada capa, entre muchas otras, de las impresiones que formaban nuestras vidas de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.”[6]. Es por esos fugitivos instantes que Proust se enfrasca en la búsqueda, no del tiempo perdido –que al fin no recobrará –, sino del alma, del hombre mismo, a través de la nostalgia nos lo va mostrando, nos va construyendo esa alma a base de recuerdos, de remembranzas, de esos instantes que constantemente evoca, que no puede hacer otra cosa que evocar, para construir ese mundo del que nos habla Camus, desde donde nos ilumina, pues ha viajado a las profundidades del espíritu para presentárnoslo, es él el explorador de lo invisible ante quien “reconocemos extáticos cuando algún explorador de lo invisible [Proust] captura una de ellas [sus obras] y le trae de ese mundo divino donde le es dado penetrar para que brille unos momentos encima de nuestro mundo”[7]. Nos ilumina con la luz que ha descubierto, con esos instantes que ha traído de la noche del Alma.
[1] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 60.
[2] En torno a Marcel Proust, Por el camino de Israel, Sherban Sidéry, pg. 101.
[3] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 386
[4] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 412.
[5] Camus, Albert. El hombre Rebelde, pg. 833
[6] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 503.
[7] Ib. pg. 413.